14 noviembre, 2008

Después de Hiroshima (discurso de Arthur Koestler, 1969)

Si me pidieran que nombrase la fecha más importante de la historia de la raza humana, contestaría sin vacilar: seis de agosto de 1945. La razón es muy simple. Desde la aurora de la conciencia hasta el seis de agosto de 1945, el hombre tenía que vivir con la perspectiva de su muerte como individuo; desde ese día, en que la primera bomba atómica eclipsó el sol sobre Hiroshima, la humanidad en conjunto ha tenido que vivir con la perspectiva de su extinción en cuanto especie.
Nos han enseñado a aceptar la transitoriedad de la existencia personal, pero damos por sentada la inmortalidad potencial de la raza humana. Esta creencia ha perdido validez. Tenemos que revisar nuestros axiomas.
No es tarea sencilla. Hay períodos de incubación antes de que una nueva idea se instale en la mente; la doctrina de Copérnico, que degradó tan radicalmente la posición del hombre dentro del universo, tardó casi un siglo en penetrar en la conciencia europea. La nueva degradación de nuestra especie al estado de mortalidad resulta aún más difícil de digerir.
En realidad, parece que la novedad de esta perspectiva se hubiese desgastado incluso antes de haber arraigado. Ya el nombre de Hiroshima se ha convertido en estereotipo histórico, como el té de Boston. Hemos regresado a un estado de pseudonormalidad. Sólo una pequeña minoría tienen conciencia de que, desde que abrimos la caja atómica de Pandora, nuestrae specie ha vivido de tiempo prestado.
Cada época tiene sus Casandras, pero la humanidad ha logrado sobrevivir a sus profecías. Sin embargo, esta reflexión tranquilizadora ha perdido validez, ya que en ninguna otra época una tribu o nación poseyó el equipo necesario para borrar la vida de la faz de este planeta. Solamente podían inflingir daños limitados a sus adversarios... y lo hacían, cada vez que tenían oportunidad. Ahora podemos destruir toda la biosfera.
El problema reside en que una vez inventado, un invento no se puede desinventar. Las armas nucleares han llegado para quedarse; se han convertido en parte de la condición humana. El hombre tendrá que vivir con ellas permanentemente; no sólo durante la próxima década o el siglo siguiente, sino para siempre, es decir, mientras sobreviva la humanidad. Los indicios apuntan a que no durará mucho.
Hay dos razones principales que nos llevan a esta conclusión. La primera es técnica: a medida que los ingenios nucleares se hacen más potentes y fáciles de construir, su extensión a países jóvenes e inmaduros, así como a naciones viejas y arrogantes se hace inevitable, e impracticable el control global de su producción. En un futuro previsible, serán producidas y almacenadas grandes cantidades por todo el globo, en naciones de todos los colores e ideologías.
La segunda razón principal que apunta a una baja esperanza de vida para el homo sapiens en la era post-Hiroshima es la vena paranoica que revela su pasado. El ruido que con más frecuencia se repite a través de la historia del hombre es el retumbar de los tambores de guerra. Las guerras tribales, las guerras religiosas, las guerras civiles, las guerras dinásticas, las guerras nacionales, las guerras revolucionarias, las guerras coloniales, las guerras de conquista y liberación, las guerras para evitar guerras, se suceden unas a otras. En los primeros veinte años de la era post-Hiroshima se llevaron a cabo, según el Pentágono, cuarenta guerras con armamento convencional; y al menos en dos ocasiones (Berlín 1950 y Cuba 1962) hemos estado al borde de la guerra nuclear. La única y precaria seguridad contra la escalada de conflictos locales hasta convertirse en conflictos totales, la disuasión mutua, siempre dependerá, por su misma naturaleza, de la moderación o imprudencia de individuos clave y regímenes fanáticos, ambos falibles. No se puede jugar indefinidamente a la ruleta rusa.


Resulta interesante descubrir que ya en 1969 este tipo se dio cuenta de que las armas nucleares representaban una amenaza para la vida humana por el simple hecho de que, con el avance de la tecnología, en un futuro no muy lejano cualquier monigote, con tiempo y dinero suficiente, podría construirlas.
También es importante resaltar que, no obstante lo dicho en el párrafo anterior, ciertos países se han abogado insensatamente, desde entonces y hasta hoy, el derecho de armarse y disuadirse mutuamente con ingenios nucleares, disuadiendo también a cualquier otro que intentase unírseles, incluso con método violentos, colocando así una espada de Damocles sobre toda la vida terrestre; y precisamente por culpa de este equilibrio endeble, quizá un día, un alienado sin color ni ideaología decida apretar el botón y provoque la reacción en cadena que profetizó Koestler.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Es una excelente reflexión.

Es la primera vez que escucho una extracción positiva respecto a Hiroshima:

La aparición de la consciencia de Extinción de Raza es, para mí, esperanzadora.

Unknown dijo...

*En parte es esperanzadora, sí. El texto es brillante porque plantea varios conceptos importantes: la incoherencia de restarle importancia a las bombas atómicas; la incoherencia del endeble balance de poder planteado en la Guerra Fría (que subsiste hasta hoy); y la incoherencia de confiarse en que la tecnología pueda ser patrimonio exclusivo de ciertos países, como si no se pudiera replicar o copiar con el paso del tiempo.
*Creo que habría que atender más a este tipo de discursos antes que otros, que atrasan, y que parecen haber descubierto en el 2003 (presionando a Irán y a Corea del Norte) que cualquier nación, con la decisión y el dinero suficiente, puede construir un arsenal nuclear.
Parece ridículo que un hombre lo haya visto hace tanto tiempo y que nuestros super-gobernantes, con todo el aparato que los sustenta, recién se hayan asustado casi 40 años más tarde.
*Eso marca que las políticas actuales referidas a la no proliferación de armas nucleares están siendo usadas para conquistar nuevos mercados antes que para prevenir futuros problemas.
Cordialmente,
Yo.