15 septiembre, 2007

De oficinas y conventillos

Tras años lacerados en carne propia, me resulta interesante ver en otros, como atrapado en la oficina y diario de un telemarketer, las mismas reacciones que tuve durante mi condena en dependencias oficinescas. No quiero dármelas de precursor, no sería cierto, ni de sublime conocedor del tema, pero sí quisiera compartir algunas cosas que me han inspirado para salir de las mondongueras cuevas donde me hicieron pagar tanto derecho de piso.


En El principio de Dilbert se lee una frase reveladora: si el trabajo no fuera una carga, se suprimirían los sueldos. Yo agregaría que los supuestos adictos al trabajo son ambiciosos sin límites o, en realidad, adictos a la tarasca. Nadie ama su trabajo. El trabajo no es una cosa que pueda ser amada. En tal caso se ama el poder que otorga el dinero que se obtiene a través del trabajo (esto es sumamente cuestionable pero mantengámoslo como una verdad, para continuar con el ensayo). Afirma Dilbert que lo único que necesita un miserable para asegurarse el infierno es un puesto jerárquico. Creo que todos estamos de acuerdo con tal afirmación.

En los rascacielos se concretó simultáneamente el gimnasio donde se aprende a romperle las narices al adversario o taladrarle la cabeza a balazos; el cine, donde se llenan los vacíos de la vida interior; la clínica médica, donde restaura uno el físico de los agotamientos que produce ganar dinero; y por este diabólico camino cada rascacielo se convirtió en una ciudad vertical, como si de pronto el planeta tierra se hubiera tornado infinitamente más pequeño que la Luna y no hubiera espacio donde moverse sin peligro de rodar al abismo.*

Cuando uno ingresa en una oficina los principios de la lógica convencional se suspenden: la razón es reemplazada por la conveniencia y la política, y cualquier compromiso adquirido (social o moral) queda supeditado a la cantidad de bebidas alcohólicas ingeridas en el afteroffice.
El oficinista, poco a poco, se acostumbra a realizar tareas según a su valor político relativo, independientemente de la ganancia económica que pueda sacarse de ellas. Esto es: un soba-lomos preferirá presentar un informe sobre el costo de los vasitos de plástico de la máquina de café (cuestión que atormenta a su jefe) antes que responder tres pedidos que representan una ventaja económica para la empresa. Por el informe sobre los vasitos será más reconocido que por hacer su trabajo no.
El oficinista lucha constantemente contra su conciencia: realiza tareas que sabe condenadas al fracaso, recibe reprimendas por tareas que nunca pudo llevar a buen término (sea por desconocimiento propio, mal análisis previo, desconocimiento de quiénes las definieron o porque nadie le dijo que debía llevarlas a cabo).
Lentamente, se convierte en una máquina de rumiar ironías, aumentando su acidez de palabra hasta convertirse en un auténtico hombre de mierda, que sólo sabe agredir, comprarse ropa, video juegos y chupar birra.
Ahora es, irremediablemente, un engranaje más de la oficina latinoamericana.

-Cuando un hombre, por un hecho casual, o por la síntesis reflexiva de sus descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho, que el mundo, digamos, es una cloaca, se entrega como ustedes, o lo transforma, y es Cristo o Lenin, o se mata. Señores míos, yo vengo a proponerles que demos el ejemplo y nos matemos de inmediato.**

El gran problema de las oficinas es la alienación: la gente enloquece y reacciona de forma errática. Se siente acorralada ante la presión y confunde muerte con libertad. La respuesta de los partidarios de este sistema laboral suena fácil: podemos soportarlo. Pero los contradicen las estadísticas de ACVs, infartos, suicidios, muertes súbitas, ataques de presión y pánico, etc, etc, etc. Entonces retrucan: pasa que los débiles son mayoría.

-Se debe morir por propia voluntad, luego de haber comprendido lo grotesco, lo irrisorio que es el empleado de oficina. por otra parte, amigos, el suicidio es la muerte perfecta. Morimos porque se nos antoja. Nadie, ninguna fuerza inhumana nos arrastra. No hay intervención del absurdo. Queda eliminada la contingencia. Se hace de la muerte un acto razonable; quién se mata ha comprendido, al menos, por qué se mata.***

Una sola pregunta aqueja al oficinista ¿para qué trabaja si sabe que sólo obtendra resultados deficientes por los que será reprendido, incluso aunque no fueran alcanzables? De primera, sabe que la respuesta no la encontrará subiendo por la cadena alimenticia, ni en ningún rincón de la oficina.
Para la jerarquía lo importante es aparentar que ordena y decide, incluso con ausencia de información o propósito, puesto que los resultados concretos son relativos a los beneficios políticos de sus decisiones. Para el operativo en cambio, la sensación de progreso resulta crítica y su autoconfianza decae con cada tarea cuyos resultados sean imposibles de medir.
Cuando el estímulo jerárquico es irracional el oficinista responde con la misma munición. Sueña magnicidios, asesinatos en masa, violaciones, descuartizamientos, suicidios, etc, etc. En este caso, la autodestrucción se toma como una reacción defensiva frente a la imprevisibilidad laboral: hinchado las pelotas, el señor Núñez decide convencer a sus compañeros para que se suiciden con él. Quiere poner un ejemplo para la oficinidad.
¿Qué grado de alienación debe alcanzar una persona para pensar algo así? ¿Nunca lo ha hecho, digo, imaginar el asesinato de sus compañeros para luego asesinarse usted mismo? Tenga en cuenta que el loco puede volverse cuerdo, mientras que el infartado depende de la obra y gracia del defibrilador.

*Roberto Arlt, aguasfuertes.
** y ***Abelardo Castillo, also sprach señor Núñez.

No hay comentarios.: